Al pie del Tabernáculo

Tiempos Sagrados (final)

Caminaba de la mano de su padre, quien estaba más serio y preocupado que de costumbre.
-¿Qué sucede, papá?
-Nada importante...
-Estás muy callado...
-No quiero interrumpir tu recogimiento.
-No lo estás haciendo. Pero no me gusta verte así... tan triste.
-Es que... recordé a tu abuela...
-¡Cielos!
-¿Qué?
-El sábado es también su aniversario! No podremos hacer el funeral...
-Tienes razón... (“Parece una ironía celestial... el mismo día en el que mi madre dejaba su vida por Cristo, mi hija emprenderá una nueva vida en Él... “) – suspira Rodrigo, luego de mirar a los ojos a su hija.
-¡Qué vamos a hacer!
-Podemos pasar por el cementerio luego de la ceremonia, si quieres.
-¿Crees que le gustará?
-¡¿Transformar su funeral en una fiesta?! ¡Claro que sí!
-¿Seguro?
-¡Por supuesto! Ella estaría muy orgullosa de ti (“¡Ya lo creo... aunque intente hasta lo imposible por evitar que siga su propio camino... tengo que ocuparla, para que no se distraiga en lecturas poco edificantes... ¡No quiero verla morir!... no se repetirá la historia!... ¡que se busquen a otra!... ¡no a mi hija!”) – el desesperado pensamiento de Rodrigo es, lamentablemente para él, tardío. Clarisa ya es una cazadora de vampiros, de un nivel superior al de su antecesora.
-Es por aquí, papá.
-Conoces muy bien el lugar.
-¿De qué te sorprendes? Casi vivo aquí...
-Cierto... ha cambiado mucho...
-No lo creo, solo esta mas iluminado.
-Limpiaron las paredes y las imágenes. No las recordaba tan bellas.
-¿Cuánto tiempo llevas sin venir?
-Muchos años. Desde que estudiaba con el Obispo.
-¿Tú ibas a ser franciscano?
-No, sólo estudié en el convento. Era eso o una academia militar. Siempre fui muy pacífico, así que, no me lo pensé dos veces.
-Entiendo. – Clarisa golpea la puerta del despacho Episcopal.
-¡Adelante!
-¡Jorge!
-¡Rodrigo! ¡Qué gusto verte!
-El gusto es mío.
-¡Clarisa!
-Buenas tardes, Monseñor.
-¿Cómo estás?
-¡Nerviosa!
-Ten calma, no como niños en el almuerzo, ¡los guardo para la cena!
-¡Já, já, já, já! – ríen los tres.
-Tomen asiento.
-¡Gracias!
-¿Lista para el examen, linda?
-¡Lista!
-Bien... Aquí tienes... no hay límite de tiempo... tu papá y yo, iremos a dar un paseo por el jardín.
-No hay problema. – los dos hombres la dejan sola. La niña lee atentamente las preguntas. Se pone de pie y vuelve a leerlas. Camina unos pasos. Algo en ese lugar la incomoda, a tal punto, que le impide concentrarse. Intenta sentarse al escritorio, pero sigue distraída. Tiene que averiguar qué está sucediendo, antes de empezar a responder el cuestionario. Detenidamente, recorre el despacho, sin saber exactamente qué es lo que busca. Siente que algo está fuera de lugar. No son los diplomas. Tampoco los cuadros. Ni la biblioteca. Tal vez ese gran mueble ubicado tras el escritorio. Su madre diría sin equivocarse, que no va con la decoración. Dejando los papeles a un lado, desliza el armario que está detrás de la silla del Obispo. En un incomprensible impulso, se dedica a responder el examen, apoyando la hoja sobre la pared. Así está, cuando vuelve a ingresar sigilosamente Monseñor Pujol. Le extraña bastante la actitud de Clarisa, por lo que continúa observándola en silencio. Al rato se da cuenta de que la hoja de papel sobre la que escribe la pequeña, parece pegada al mismo, ya que no se mueve, ni se resbala. Rápidamente, toma nota de lo que sucede.
-(“Esto es en verdad muy extraño... va contra las leyes de la naturaleza... según los escritos, este tipo de poderes sólo deben comenzar a manifestarse, después de la pubertad, y aún faltan años para eso... ¡Santo Dios!... ¡Esa pared da directamente a la Capilla del Santísimo!... ¡Y en este mismo instante debe estar expuesto!...”) ¿Clarisa?
-¿Sí, Monseñor?
-¿Quieres terminar tu examen en el Sagrario?
-No hace falta. Sólo tengo que firmarlo... – la niña retira el escrito... y la pared desaparece, dejando al descubierto, la antigua puerta de roble, por la que todos los Obispos accedían anteriormente al Tabernáculo.
-¡Dios!
-Esa puerta siempre ha estado ahí... el falso Obispo la ocultó, porque nunca soportó la Presencia de Dios... – afirma Fray Fernando, que acaba de llegar – Otro detalle... la niña jamás conoció la existencia de esa puerta, ni supo quién era el falso Obispo.
-¡Estoy abrumado!
-¡No es para menos!... Siempre le he dicho yo, que Clarisa es una Elegida.
-¡No hace falta que lo repita!
-Bien.
-Puedes retirarte, pequeña, mientras Fray Fernando y yo, corregimos tu examen.
-Sí, claro.
-Una cosa más...
-¿Sí, fray Fernando?
-Necesito que me hagas un favor.
-¡Dos!
-¿Querrías ir a mi patio de rosales y regar los recién injertados? Yo no he tenido tiempo, y el sol está cayendo...
-¡Está bien! – la niña salió corriendo – (“Es extraño... casi diría que milagroso... ¡Nunca deja a nadie ocuparse de sus amadas rosas!... No hay jardinero que lo conforme, lo conozco muy bien... Y yo no sé nada de plantas... apenas y riego un poco los almácigos del invernadero... la hermana María Sol, siempre quiso enseñarme a cultivar las flores... ¡en fin! Supongo que sus cosas estarán en el taller... A ver... ¡Hmmm!... Sí... la regadera... las tijeras... los guantes... ¿plantines?... ¿Rosas de Castilla?... ¡Me encantan!... No creo que se ofenda si los transplanto...o al menos lo intento, no parece demasiado difícil…”) – sin detenerse a meditarlo demasiado, se lleva la canasta con los almácigos, rumbo al jardín favorito de Fray Fernando. El sol deja filtrar un último rayo, sobre la pared blanca del edificio Episcopal. Clarisa se coloca los guantes. Laboriosamente excava los hoyos en los pequeños canteros. Está cubriendo con tierra la última planta, cuando un joven novicio llega con una descomunal pila de estacas de madera.
-Con permiso...
-¡Sí, hermano, adelante!
-Fray Fernando dijo que estarías aquí y que sabrías qué hacer con esto...
-¿Qué es?
-Trozos de madera... “guías”, para las plantas...
-¡Ajá! ¡Claro! Déjelas aquí, por favor.
-Bien.
-Puede retirarse, si quiere…
-Hasta luego.
-¡Adiós!

Nubes negras. Olor a muerte. Árboles secos. Abandono. Terror. Hay movimiento en el añoso castillo. Los Centinelas rodean el ataúd mayor. Todo parece estar listo para un gran acontecimiento. Se sienten victoriosos. A ellos, ya nadie puede impedirles nada. Han conseguido la retirada prematura del Custodio de la Cazadora, y están listos para el ataque de la gran conquista. Para eso, el Supremo debe despertar. Y está a punto de hacerlo. Lo que ese monstruo no espera, es el cumplimiento de una profecía, ignorada durante siglos, por haber sido considerada apócrifa.
La formación casi militar, toma posiciones. Desde el más anciano hasta el más joven, todos extienden sus capas.

Clarisa, clava en la tierra negra, una de las guías.

El más antiguo de los centinelas, se desvanece en el aire.


Del pequeño trozo de madera se desprende una luz tenue. La niña sigue colocando las estacas en los canteros. Para cuando termina, es ya noche cerrada y sus padres la esperan en el despacho del Obispo.

Hacen combustión espontánea. Uno tras otro. El Supremo, ansioso por salir al exterior en forma humana, no puede entenderlo. El momento que había estado esperando por largos años, se frustra en pocos minutos ante sus ojos, sin que él pueda hacer absolutamente nada por evitarlo. Asustado y resignado, retorna a su ataúd. No se volverá a saber de él, hasta pasados nueve años.

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